domingo, 21 de diciembre de 2014

Las catacumbas 2

A la tumba era difícil reconocerla en medio de tantas otras tan parecidas y hasta el nombre era cambiado. De hecho que era la de un muerto, pero alguien muy particular, y del que se exageraban detalles, o al menos tranquilizaría saber eso, porque de ser cierto, el difunto en cuestión en vida había sido un Gran Maestre en una órden masónica, un dato hermético en sí, que no dice mucho, pero vecinos lo habían relacionado con visitas a doña Amalia, una partera amiga de él que vivía en el pasaje Tambor de Tacuarí, y a la que dicen, él visitaba cada tanto para recojer bebés no queridos o víctimas de las prácticas poco seguras de la mujer con fines de rituales sangrientos y holocaustos no comprobados oficialmente, pero muy alimentados por la imaginería popular.
La tumba sigue bajo un seudónimo de "Cristófaro Luceris" nombres y apellidos que eran los atribuidos a don Orlando, el esquivo y poco dado vecino de villa nueve de julio, que habitó en su caserón hasta morir de viejo, siempre con dinero y de vestir extraño, demasiado formal incluso para los infernales calores del verano. Lo poco que habían escarbado su vida tenían a don Orlando como empleado importante en el viejo Banco Provincia y siempre con movimientos extraños generalmente nocturnos, o muy a primeras horas, cuando el alba todavía no pintaba en claros. La posesión característica de este personaje eran una capota oscura, un sombrero a veces, y su infaltable baston niquelado en la punta, con el que algunos viejos empleados le recuerdan haber visto señalando incluso a gobernadores, cuando discutía o se enojaba.
Lo de los fetos y los recién nacidos en desgracia era comentado a voces y al tipo se le atribuía su entrada vejéz muy activa al hecho de beberse la sangre de las criaturas en fechas claves solo conocidas por los habituales de su órden. Lo de la amistad con Amalia sin embargo era patente y de eso muchos sabían por haberlo visto caerle a la mujer en su vehículo con cierta asiduidad, tal vez fuese solo un amigo de su marido.
El hecho es que al morir el hombre, ya muy viejo, y teniendo dinero suficiente como para costearle un panteón distinguido y con fina hechura, fue sin embargo enterrado de pie y en tumba común, con nombre distinto, como dijera, y es en la tumba donde me detengo. 
Está en el Cementerio del Norte, y se llega a ella por el camino principal, el que parte de la capillita, andando unos setenta metros y girando a la derecha unos treinta metros más. Nada de particular, hasta que llega el testimonio alucinante de que "esa" no es sólo una tumba. Cuidadores, y gente que conoce el asunto recomiendan cuidado con el lugar, con ese sitio de Cristófaro Luceris, porque sería la entrada a un túnel, escalera descendiente mediante, a donde se accede a una red de catacumbas vedadas, una verdadera galería de nichos bajo tierra allí mismo, en campo santo, dedicadas a gente vinculada a la sociedad secreta en cuestión y en la que abundarían imágenes sumamente extrañas, paganas e inquietantes que recuerdan a gárgolas, elfos, y otros engendros de orígenes turbios contrarios a la fé reinante suelo arriba, como el común de los mortales.
Los hechos vienen con la desaparición de un guardacementerios, de un sereno, dos policías curiosos y una media docena de linyeras que hacían suyo el cementerio por las noches para encontrar un lugar de paz donde dormir.
Pasó a esta gente que hallaron el sitio exacto de la entrada removiendo una tapa en cemento probablemente, y movidos por la excitación del túnel obscuro quisieron bajar a conocer sus prodigios, pero con la mala suerte de que "alguien" propio o no del cementerio, cerró tras ellos la tapa clausurándoles la salida e impidiéndoles desde dentro escapar. El linyera que se salvó lo cuenta todo, loco, desgreñado, pero convencido de que la galería tétrica bajo tierra en ese sitio es enorme y espantosa. Que es fácil perderse, carece de luz, es habitada por alimañas de todo tipo y que raíces de árboles y charcos de agua entorpecen la travesía que debe ser hecha con linternas o mecheros bien cargados porque se puede volver imposible sino. Que el lugar es conocido sólo por gente que nunca hablará de ello, previo pactos de silencio, y es destino final de iniciados y entendidos en esos círculos cerrados. El linyera a pesar de su abandono algo entiende o recuerda del latin y promete que las placas leídas en ese lugar están inscriptas en esa lengua; Más aún, cadaveres de niños, animales, y hasta vajilla rota se hallan desperdigados en esas hileras a veces curvas y otras laberínticas de nichos ocupados, vacíos y según el relato "por ocuparse"...
Al lugar he querido llegar de puro curioso y he recibido el silbato del guardia que ronda los caminitos ya que al parecer muchos otros movidos por la historia o con datos ciertos han querido entrar y no han faltado los ladrones que han arrasado con cuanta cosa de valor han encontrado en el cementerio, hasta velas, por lo que es celosa la vigilancia, pero me llamó la atención el interés particular hacia esa parte ignota con tumbas y monumentos tan poco relevantes, si se me permite el atrevimiento para con los difuntos y sus deudos.
El vagabundo sobreviviente y otros, incluso un periodista del diario indican que es más fácil hallar el escondite porque en la placa de cemento pesado que cubre dicho acceso está grabado a cincel un compás y una escuadra, característicos de la masonería y si uno levanta la vista al monumento escueto leerá el falso nombre de "Cristófaro Luceris".
La cuestión es aparecer justo el día en que la muerte llegue a alguien de aquella sociedad y salir de dudas fijándose qué clase de ceremonia hacen y dónde son llevados los restos, que según el linyera, son siempre en ese sitio. A él lo corrieron en el año dos mil seis y tuvo que buscar refugio bajo el puente ferroviario de la avenida Juan B. Justo pero toda su vida conoció al viejo Orlando de la villa nueve de Julio y casi por casualidad durmiendo en el cementerio se enteró de su muerte y del macabro descubrimiento en el falso sitio de su entierro. 
Cuestión de creer o comprobarlo, pero insistiendo siempre en la cuestión del respeto por los muertos y por la constante vigilancia hacia ese rincon del lugar.

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