domingo, 23 de noviembre de 2014

Del que mataba perros.


Gracias E.R. por traer este recuerdo borroso. A tu Memoria. Donde estés.
Del Barrio Independencia en Aguilares se sabe que, como en cualquier barrio, las familias tienen perros. Para Oreja ni los dueños ni sus canes son de raza. Carentes de pedigrí de cuidados, se enferman y el vecindario lo llama a él para poner fin a la vida de la mascota.
Según los vecinos, Oreja es un personaje de dudosa reputación; Pero él dice que cumple su trabajo. Tiene tres recursos para acabar con el animal, la horca, la asfixia, la golpiza, en ese orden según las circunstancias.
De unos 65 años, contextura mediana, piel oscura, delgado como un calendario , realiza cerca de sesenta ejecuciones anuales. Su tarea la llevó a cabo durante diecisiete años, exactamente 1.022 sacrificios.
Uno de los últimos, los presencié yo.
Llegado a la casa bajo un sol abrasador, Oreja recibió el dinero sonante, al terminar de contarlo tomó al animal por el cogote, le puso soga al cuello, llevó arrastrando hasta un árbol junto al río Medinas y el perro pequeño y nauseabundo que respondía al nombre de "Búfalo Bill" ni siquiera pudo defenderse.
Todos los perros conocen a Oreja, lo olfatearon en el barrio alguna vez. Lo enfrentan con el mismo atolondramiento con que se mira a una guadaña venirse encima: <>
El no es cariñoso con ellos por supuesto, pero tiene autoridad y los animales sienten eso de respetar un orden superior.
Según los chicos de la calle 9 de Julio es un tipo que odia a los perros; para los vecinos de la calle Catamarca en cambio no, que odia a otra cosa ignota y se desquita. El año pasado oreja dejó de "trabajar". La gente iba a buscarlo a la prefabricada y él se negaba, contestando no poder. Muchos de quienes lo odiaban estaban desesperados. Veían agonizar al animalito de tantos años al lado de los chicos llorando, pedían por favor señor Oreja... "No puedo". ¿está enfermo? "No". Era otra cosa inexplicada.
Incluso se preguntarán por qué no recurrir a las modernas clínicas veterinarias cada vez más recientes en la ciudad. Y la respuesta llegaba cada noche cuando los cuatro o cinco veterinarios eran los que recurrían al hombrecito para cumplir la dura tarea para la que ellos se prepararon, pero pudiendo por muy poco dinero delegarle al verdadero profesional.
Desde hace un año que se imaginan conjeturas a esta dramática decisión. Se aisló extremadamente y el ojo izquierdo le tomó la forma de una frontera. Plantó amapolas en la vereda que se secaron.
Oreja dejó de salir a la calle. Se pensó que estaba tomando, pero las vecinas no notaron nada raro. Tampoco se le vio traer cajas de vino desde el súper.
Un chico de la cuadra me relató algo que viera él con el último animal. Oreja fue a buscar un perrito en las condiciones comunes; Llevaba la soga. La casa a medio construir y el dueño que trabajaba en el turno noche del ingenio no lo podía criar y se enfermó. Era feo, feísimo el animal, flaco y sin una seña agradable, más bien chico. Deshabitado. Pero esto era lo ordinario; lo rarísimo es que se llamaba "oreja" también. Tenía una oreja caída.
El verdugo lo agarró del cogote, le pasó la soga y empezó a arrastrarlo. El animal se frenaba con las patas puestas hacia adelante como si supiera. Lloraba tanto, y tan lastimeramente que Oreja se detuvo en la esquina. Lo miró largo, llamándolo: "Che oreja, portate bien". El perro lo lamió. El le pasó la mano por el hocico, "vamos". El animal seguía resistiendo; los aullidos eran feroces y se ahogaba con la tensión. Oreja se detuvo en la mitad de la calle; no pasaba ni un vehículo a esa hora. El perro imploraba que por favor con los ojos, como si estuviera convencido de sus ganas de vivir, de que se curaría de la enfermedad lo prometía, que no haría escándalos cuando su patrón fuera al ingenio y sería otro.
Parados los dos en medio de la calle, el espectáculo parecía íntimo. Oreja acarició fuertemente al animal, lo levantó en brazos y siguió caminando. Nunca había hecho algo así. El animal refugió su cabeza bajo su brazo llorando despacio, como aquel que no comprende el mundo y por eso mismo le parece absurdo una condena. Oreja lo calmó con otras caricias, pero el animalito lloraba a lo niño que acaba de aprender el principio elemental de la injusticia. De ese que además se oye con tajante, sacrificador, brutal, no.
Oreja se detuvo junto al río. Trataba de calmarlo. Le hablaba, lo llamaba "querido". El perro cesó el llanto inaudible y lo miró a los ojos, hondo, desde otra dimensión filogenética. Desde otra costa, dulce, agradeciendo el indulto.
Oreja empezó a llorar. Se secó las lágrimas con las mangas del saco y besó al animal. Lo colocó suave, como a un algodón sobre un parquet, y pasando la cuerda alrededor de un tronco, tiró con fuerza hasta que el perro supiera que se encontrarían labio con labio bajo la tierra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario